Dulces Susurros
por
Al Bruno III
Traducción de Jorge Prieto Martínez
por
Al Bruno III
Traducción de Jorge Prieto Martínez
Los ojos soñolientos del conserje del hotel se abrieron de par en par a la mera mención del número. "¿732? No, usted no quiere esa habitación."
Cada año la misma historia; el conserje cambiaba pero las preguntas eran siempre iguales. Normalmente soportaría la lista interminable de excusas, pero el peregrinaje de este año había sido particularmente desagradable. El coche había tosido, escupido y amenazado con morir a cada parada en el camino; las nubes habían estado engordadas y repletas de lluvia.
Los días lluviosos siempre eran los más difíciles.
Por tanto, corté la conversación de cuajo. Con un gesto despreocupado solté un fajo de billetes en el mostrador y repetí, "Habitación 732, por favor."
"Usted no..."
"Deme la habitación 732 por esta noche, y puede quedarse con el cambio."
La expresión en la cara del conserje era casi cómica. Hizo desaparecer los billetes de la vista y me pasó la llave. Alejándome del mostrador, me dirigí al familiar laberinto de pasillos. Las preguntas que el conserje no había llegado a formular ardían a mis espaldas. ¿Por qué esa habitación? ¿Acaso no ha oído las historias? ¿Acaso no tiene miedo?
Me aseguré de desaparecer de su vista antes de que decidiese preguntarlas.
La primera vez que yo estuve aquí...
No, yo no. Nosotros.
La primera vez que estuvimos aquí, este era un establecimiento de cuatro estrellas, con pasillos brillantemente iluminados, ascensores que funcionaban, e incluso servicio de habitaciones. Ahora el ascensor llevaba tres años fuera de servicio, y cuando las bombillas de los pasillos se fundieron nadie se molestó en cambiarlas. Abrí la puerta de las escaleras de un empujón; algunas figuras se encogieron en la oscuridad, gruñendo sin ganas. Pasándolas de largo comencé a subir las escaleras, con el sonido de la basura crujiendo bajo mis pies.
Para cuando llegué al séptimo piso estaba sin aliento; nada sorprendente, la verdad. Ya no soy un hombre joven. A veces me pregunto por qué el hotel había pasado de moda tan rápidamente. No podía ser sólo porque alguien había muerto aquí; después de todo, la gente se muere en sus habitaciones de hotel continuamente. A lo mejor era la manera en que ella murió; quizá el horror de sus últimos momentos era tan profundo que impregnaba cada piso y cada pasillo. Quizá los inquilinos durmientes en viaje de negocios y las familias de vacaciones se despertaban exactamente a la una y cuarenta y cinco minutos de la madrugada, con el corazón latiendo salvajemente y las sábanas cubiertas de sudor. Quizá no era más que la nueva carretera, más convenientemente localizada, que había cortado toda esta sección de la ciudad de las rutas turísticas.
El sonido que la puerta de las escaleras del séptimo piso hizo al abrirse era alto y agudo como un chillido de mujer. Recorrí el pasillo con el ceño fruncido, escuchando el goteo constante de las goteras del techo. Encontré la puerta que tan bien conocía y metí la llave en la cerradura. Por un momento permanecí allí, contemplando la habitación oscura y vacía, desgarrado entre el instinto que me impulsaba a huir y las promesas que había jurado cumplir. Esto, como las discusiones con el conserje, es otro de mis rituales.
Dejé las luces apagadas; conocía el camino demasiado bien. Cerrando la puerta detrás de mí, crucé la habitación y me senté en la cama mohosa. Era un poco ridículo que tras toda una década todavía temblaba al llegar este momento. Durante un rato me quedé mirando a las sombras, con la mirada perdida en la oscuridad. Luego cerré los ojos y repasé en mi cabeza las imágenes de cerraduras rotas, precintos policiales y sangre reseca.
Sentí un escalofrío recorriendo mi columna. Casi podía imaginarla arrodillándose en la cama detrás de mí, sus largos brazos abrazándose alrededor de mi pecho.
"Te echo de menos." Mi voz era solemne pero cargada de incertidumbre. De todos los rituales que seguía en este terrible aniversario, este era el más importante. "Ojalá hubiese vuelto antes. Ojalá hubiese estado aquí. Ojalá..."
Su voz sale de la oscuridad, un susurro en el oído. "Lo sé."
Cada año la misma historia; el conserje cambiaba pero las preguntas eran siempre iguales. Normalmente soportaría la lista interminable de excusas, pero el peregrinaje de este año había sido particularmente desagradable. El coche había tosido, escupido y amenazado con morir a cada parada en el camino; las nubes habían estado engordadas y repletas de lluvia.
Los días lluviosos siempre eran los más difíciles.
Por tanto, corté la conversación de cuajo. Con un gesto despreocupado solté un fajo de billetes en el mostrador y repetí, "Habitación 732, por favor."
"Usted no..."
"Deme la habitación 732 por esta noche, y puede quedarse con el cambio."
La expresión en la cara del conserje era casi cómica. Hizo desaparecer los billetes de la vista y me pasó la llave. Alejándome del mostrador, me dirigí al familiar laberinto de pasillos. Las preguntas que el conserje no había llegado a formular ardían a mis espaldas. ¿Por qué esa habitación? ¿Acaso no ha oído las historias? ¿Acaso no tiene miedo?
Me aseguré de desaparecer de su vista antes de que decidiese preguntarlas.
La primera vez que yo estuve aquí...
No, yo no. Nosotros.
La primera vez que estuvimos aquí, este era un establecimiento de cuatro estrellas, con pasillos brillantemente iluminados, ascensores que funcionaban, e incluso servicio de habitaciones. Ahora el ascensor llevaba tres años fuera de servicio, y cuando las bombillas de los pasillos se fundieron nadie se molestó en cambiarlas. Abrí la puerta de las escaleras de un empujón; algunas figuras se encogieron en la oscuridad, gruñendo sin ganas. Pasándolas de largo comencé a subir las escaleras, con el sonido de la basura crujiendo bajo mis pies.
Para cuando llegué al séptimo piso estaba sin aliento; nada sorprendente, la verdad. Ya no soy un hombre joven. A veces me pregunto por qué el hotel había pasado de moda tan rápidamente. No podía ser sólo porque alguien había muerto aquí; después de todo, la gente se muere en sus habitaciones de hotel continuamente. A lo mejor era la manera en que ella murió; quizá el horror de sus últimos momentos era tan profundo que impregnaba cada piso y cada pasillo. Quizá los inquilinos durmientes en viaje de negocios y las familias de vacaciones se despertaban exactamente a la una y cuarenta y cinco minutos de la madrugada, con el corazón latiendo salvajemente y las sábanas cubiertas de sudor. Quizá no era más que la nueva carretera, más convenientemente localizada, que había cortado toda esta sección de la ciudad de las rutas turísticas.
El sonido que la puerta de las escaleras del séptimo piso hizo al abrirse era alto y agudo como un chillido de mujer. Recorrí el pasillo con el ceño fruncido, escuchando el goteo constante de las goteras del techo. Encontré la puerta que tan bien conocía y metí la llave en la cerradura. Por un momento permanecí allí, contemplando la habitación oscura y vacía, desgarrado entre el instinto que me impulsaba a huir y las promesas que había jurado cumplir. Esto, como las discusiones con el conserje, es otro de mis rituales.
Dejé las luces apagadas; conocía el camino demasiado bien. Cerrando la puerta detrás de mí, crucé la habitación y me senté en la cama mohosa. Era un poco ridículo que tras toda una década todavía temblaba al llegar este momento. Durante un rato me quedé mirando a las sombras, con la mirada perdida en la oscuridad. Luego cerré los ojos y repasé en mi cabeza las imágenes de cerraduras rotas, precintos policiales y sangre reseca.
Sentí un escalofrío recorriendo mi columna. Casi podía imaginarla arrodillándose en la cama detrás de mí, sus largos brazos abrazándose alrededor de mi pecho.
"Te echo de menos." Mi voz era solemne pero cargada de incertidumbre. De todos los rituales que seguía en este terrible aniversario, este era el más importante. "Ojalá hubiese vuelto antes. Ojalá hubiese estado aquí. Ojalá..."
Su voz sale de la oscuridad, un susurro en el oído. "Lo sé."
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